La escena es conocida por todos.
—Mozo, el café está tibio/ caliente/ frío o sino suave/ fuerte etc. … ¿me lo puede calentar, enfriar, agregarle leche o café?
Los mozos y las mozas son gente complicada desde siempre y suelen acceder con amabilidad, pero no sin reproche. Incluso se daban situaciones que hoy serían impensables:
—Usted lo pidió livianito.
—Sí, perdón, me arrepentí.
Eso no generaba un tribunal de escarnio: el mozo mentía “no hay problema” y se hacía cargo de la falta de claridad electiva del cliente.
Hoy estamos enterándonos de que nunca supimos tomar café. Por más Buen Gusto, Cosechera, Il Sorpasso o el ABC, aunque uno haya viajado a Mar del Plata no por las playas heladas ni el carperío de guatas peludas y vistas inenarrables, sino por el café de la Fonte D’Oro, del Doria o de la Boston, todo resultó estar mal.
En las cafeterías top de Tucumán nos atiende un mozo que normalmente no supera los doce años y, si uno llega a pedir alguna corrección, lo miran como lo que es: un bruto de billar que durante seis décadas tomó agua de paraguas y no conoce el café.
—¿Calentarlo? —dice, escandalizado—. Pierde las isoflavonas y la aromática fundamental de la variedad Pis de Mono. Ni hablar de lo que se puede pedir con la infusión, son cartas de dos tomos. El tostado de Il Sorpasso era no solo una delicia sino una bella simplificación mental. En fin.
Otro tema son los recipientes. Antes las tazas eran todas parecidas: pesadas, blancas, sin logos. El café era un líquido oscuro que se servía caliente y se enfriaba mientras se hablaba. Había una especie de consenso térmico, una forma tácita de ciudadanía. Hoy, en estos lugares pioneros, se trata de cuencos que, si el local se define “fusión”, pueden ser vasijas de humita. No hay dos iguales: dentro del mismo café hay colores, grosores, volúmenes distintos. No se puede generar un mínimo consenso acerca de lo que antes se podía llamar un pocillo o una jarrita. Ahora tenemos tres cuartos, cuatro quintos, cinco sextos, siete medios. Volvimos, en materia de café, a antes del Simela, y probablemente terminemos hablando en brazadas del Rey Luis.
Pero lo más grave es el idioma. No hay diccionario común. El “capuchino” de la esquina es una mala palabra en la diagonal y se castiga con brea y plumas. ¡Los nombres! Ristretto, lungo, macchiato, latte, cappuccino, affogato, espresso.
Digamos que uno va con su pareja y se encuentra con esta carta escrita por el mismísimo Mario Puzo. Claro, uno no quiere quedar como el ignorante que es y le manda una combinación que le suena refinada:
—Ehm… nos trae, por favor, un caffè triplo ristretto corretto al limoncello.
El mozo empieza a llorar y le pregunta si sabe lo que está haciendo. Le narra entonces historias ominosas sobre la poca gente que hizo ese pedido a lo largo de la historia. Ahí nomás usted debe retractarse y pedir, con humildad, una sugerencia para tomar lo mejor del café.
—Bueno, sale mucho el caffè macchiato al latte caldo, in tazzina.
—¡Traiga nomás entonces!
Usted queda satisfecho y orientado, hasta que escucha que el mozo llega a la barra y dice con naturalidad:
—¡Dos cortados en jarrita!.
En el Club Social de Aguilares siempre me impresionó que la gente iba y volvía varias veces al día. Deben tomarse seis cafés por día y las opciones son más menos leche, jarrita o pocillo. Hace no mucho aceptaron el edulcorante. No puede ser saludable. Pero saben que es una forma de encuentro. Si esta tendencia de los café de baristas que describimos predomina, puede terminar siendo más que una charla. un idioma sin traducción. Antes se discutía sobre política, amores o derrotas mientras el café se enfriaba. Ahora se discute sobre el café mismo. El café dejó de ser una experiencia compartida y pasó a ser un argumento. Es que cuando se le da muchas vueltas, se enfría todo.